La recompensa

Según una leyenda, tomada de un manuscrito latino antiguo, que pertenece a una biblioteca particular inglesa, sucedió en la Roma antigua, hace muchos siglos, lo siguiente.
El jefe militar Terencio llevó a cabo felizmente, por orden del emperador, una campaña victoriosa, y regresó a Roma con gran botín. Llegado a la capital, pidió que le dejaran ver al emperador.
Éste le acogió cariñosamente, alabó sus servicios militares al Imperio, y como muestra de agradecimiento, ofrecióle como recompensa darle un alto cargo en el Senado.
Más Terencio, al que eso no agradaba, le replicó:
-He alcanzado muchas victorias para acrecentar tu poderío y nimbar de gloria tu nombre, ¡oh, soberano! No he tenido miedo a la muerte, y muchas vidas que tuviera las sacrificaría con gusto por ti. Pero estoy cansado de luchar; mi juventud ya ha pasado y la sangre corre más despacio por mis venas. Ha llegado la hora de descansar; quiero trasladarme a la casa de mis antepasados y gozar de la felicidad de la vida doméstica.
-¿Qué quisieras de mí, Terencio? -le preguntó el emperador. -¡óyeme con indulgencia, oh, soberano! Durante mis largos años de campaña, cubriendo cada día de sangre mi espada, no pude ocuparme de crearme una posición económica. Soy pobre, soberano...
-Continúa, valiente Terencio.
-Si quieres otorgar una recompensa a tu humilde servidor -continuó el guerrero, animándose-, que tu generosidad me ayude a que mi vida termine en la paz y la abundancia, junto al hogar. No busco honores ni una situación elevada en el poderoso Senado. Desearía vivir alejado del poder y de las actividades sociales para descansar tranquilo. Señor, dame dinero con que asegurar el resto de mi vida.
El emperador -dice la leyenda- no se distinguía por su largueza. Le gustaba ahorrar para sí y cicateaba el dinero a los demás. El ruego del guerrero le hizo meditar.
-¿Qué cantidad, Terencio, considerarías suficiente? -le preguntó.
-Un millón de denarios, Majestad.
El emperador quedó de nuevo pensativo. El guerrero esperaba, cabizbajo. Por fin el emperador dijo:
-¡Valiente Terencio! Eres un gran guerrero y tus hazañas te han hecho digno de una recompensa espléndida. Te daré riquezas.
Mañana a mediodía te comunicaré aquí mismo lo que haya decidido.
Terencio se inclinó y retiróse.
Al día siguiente, a la hora convenida, el guerrero se presentó en el palacio del emperador.
-¡Ave, valiente Terencio! -le dijo el emperador.
Terencio bajó sumiso la cabeza.
-He venido, Majestad, para oír tu decisión. Benévolamente me cometiste una recompensa.
El emperador contestó:
-No quiero que un noble guerrero como tú reciba, en premio a sus hazañas, una recompensa mezquina. Escúchame. En mi tesorería hay cinco millones de bras de cobre (moneda que valía la quinta parte de un denario). Escucha mis palabras: ve a la tesorería, coge una moneda, regresa aquí y deposítala a mis pies. Al día siguiente vas de nuevo a la tesorería, coges una nueva moneda equivalente a dos bras y la pones aquí junto a la primera. El tercer día traerás una moneda equivalente a 4 bras; el cuarto día, una equivalente a 8 bras; el quinto, a 16, y así sucesivamente,  duplicando cada vez el valor de la moneda del día anterior. Yo daré orden de que cada día preparen la moneda del valor correspondiente. Y mientras tengas fuerzas suficientes para levantar las monedas, las traerás desde la tesorería. Nadie podrá ayudarte; únicamente debes utilizar tus fuerzas.
Y cuando notes que ya no puedes levantar la moneda, detente: nuestro convenio se habrá cumplido y todas las monedas que hayas logrado traer, serán de tu propiedad y constituirán tu recompensa.
Terencio escuchaba ávidamente cada palabra del emperador. Imaginaba el enorme número de monedas, a cada una mayor que la anterior, que sacaría de la tesorería imperial.
-Me satisface tu merced, Majestad -contestó con sonrisa feliz-, ¡la recompensa es verdaderamente generosa!
Última modificación: martes, 24 de enero de 2012, 16:33